🦅 Un pájaro te sobrevuela
·38· El paso del tiempo, una cajita con papeles y el jabón de una abuela
🕢AHORA: En Kuala Lumpur I Escuchando un podcast de Vero Morera I Tomando café frío.
En Kuala Lumpur es la hora en la que está por largarse a llover, por ende, mi hora favorita del día. No es porque tenga la mejor luz; esa ya se fue hace unas horas, ni porque oscurezca de repente o bajen algunos grados y afloje el calor. Me gusta el momento en que llueve porque siento que el universo me está guiñando un ojo, me está permitiendo -e incluso incitando- a quedarme conmigo. La lluvia se vuelve para mí lo que un 1º de enero en cualquier momento del año: el mundo parece parar. Y aunque sé que en realidad no lo hace yo siento que, al menos, el mío sí.
Una vez más cometí el error con el que sigo tropezándome cada vez que está por venir algo que espero. Tenía un café que compré ayer, frío, ya un poco lavado porque la heladera no enfría bien, esperando a que llegara este momento para ser consumido. Lo subí a la habitación antes de tiempo, pensé que la lluvia llegaría más rápido, el cielo anunciaba una caída inminente. La lluvia no llegó y yo ya no tengo más café. Tenía sueño, tenía sed, tenía ganas de tomar café, pero más ganas tenía de hacerlo con lluvia. Me apresuré y, ahora, cuando llegue la lluvia, la situación será otra. El café ya estará tomado. La fiesta ya estará empezada. El cumpleañero no esperó al invitado más importante para cortar la tarta.
El espacio en el que vamos a estar viviendo durante todo este mes tiene un lugar de coworking al que todavía no fui. Siento culpa, porque constantemente busco lugares nuevos desde los cuales escribir para sentirme fresca, con estímulos diferentes, y todavía no fui. Solo pasaron dos días desde que llegué, pero a veces me urge el deseo de aprovechar todo lo que tengo a mano lo más que pueda, incluso si tengo que obligarme un poco. ¿Quién no se ha obligado nunca a nada?
Hoy me cuesta bastante todo. Lo supe desde que me levanté. Pensé que había dormido bien, pero ni bien abrir los ojos me di cuenta de que el día iba a ser difícil. Sin embargo cumplí: tuve una grabación, fuimos al gimnasio, a comprar lo que necesitábamos, y ahora estoy acá, en un acá que no es el mismo de hace 5 renglones atrás, porque me vine a trabajar al coworking. En lo que tardé en subir del piso 12 al 21, se largó a llover, y no estoy contenta con mi decisión. Acá estoy más lejos de la ventana, hace frío y poca luz, pero me voy a quedar.
Tengo que aprender a permanecer en los lugares incómodos. Uno no puede vivir escapándose toda la vida. Tampoco intentar que no se le escapen los segundos. El contrato que firmamos con la vida de forma autoritaria y unilateral lo aclara en la letra pequeña: perder es parte de vivir.
De chica empecé a cultivar un hábito que, por ese entonces, me parecía muy pertinente: intentar preservar del paso del tiempo todo lo que fuera especial para mí. Empecé una colección de papelería, bolis y washi tapes que no usaba salvo para momentos importantes. La colección tenía desde papeles artesanales y reciclados hasta ediciones especiales de Bandana o Floricienta. Una vez usé uno para escribirle una carta a mi amiga Luli, la única que conservo de aquellos adormecidos años escolares. Otro ejemplar lo dediqué para escribirle una carta a mi abuela que acababa de morir.
Supongo que ese día fue el primero de muchos en los que entendí que el paso del tiempo era algo inevitable. Papá me sentó en la cama y yo me paré, ansiosa, esperando la noticia que tenía para darme. Cuando me lo dijo, no le creí. No me acuerdo qué palabras usó ni con cuáles respondí, solo recuerdo que me reí. ¿Cómo podía ser que alguien que tenía un corazón latiendo, de repente, dejara de existir? Empecé a ver al paso del tiempo como un ladrón insaciable que se lleva todo por delante. Incluso un cuerpo que late. Algo que es persona. Ese día no pude dormir y me quedé jugando a la papa con mi hermana G. mientras supongo que mis papás estaban en el hospital o haciendo trámites. Creo que gané una partida justo cuando volvieron a casa, cerca de las 12 de la noche. Ese día mi hermana me enseñó que se puede encontrar brillo si lustramos los momentos feos para sacar el polvo. No sé si siempre, pero al menos a veces, y a mí eso me alcanza.
Ni mi abuela desapareció ni mi cajita de papelería especial sobrevivió al paso del tiempo. Mi abuela murió, sus órganos dejaron de latir, su cuerpo se descompuso, sus huesos se cremaron y se convirtieron en polvo. Un montoncito de polvo tan frágil que, si apenas lo soplas, se vuelve nada. Un montón de algo que en un segundo, en uno de esos que nos empeñamos en atesorar, se vuelve nada. María, mi abuela con la que comparto la misma falla genética, el lóbulo de una oreja al que le falta un pedacito de carne, tuvo un funeral al que no fui, y mis papeles quedaron guardados por más de 10 años en la misma caja. Cuando decidí mudarme a España mi mamá aprovechó para cambiarse de casa y tuve que hacer limpieza de lo que quería que se quedara guardado. Ahí seguían los papeles, los sobres blanco hueso, dorado, los stickers. No había usado casi nada de la colección, y, a pesar de mi afán, no habían conseguido resistir el paso de los años. Algunos ya estaban amarillentos, a otros se les habían borrado detalles. Ni Bandana ni Floricienta ya me gustaban tanto como antes. Mi intento por detener el tiempo había sido completamente en vano, y para peor: ni siquiera lo había disfrutado cuando tocaba, cuando me tocaba, cuando debía. Había descubierto la pista después de haber encontrado el tesoro. Había perdido muchos antes de que me diera cuenta.
La pérdida de sentido es un daño irreparable y, a la vez, completamente inevitable. Me olvidé de que yo misma no podía resistir el paso del reloj. No sabía que me convertiría en otra persona a la que le gustan más las series de drama, los libros de autoficción y las bandas de música más tranquila. No sabía que una podía dejar de ser lo que era para ser otra cosa. No sabía que las cosas dejaban de tener un significado para resignificarse, para tomar otro lugar dentro de la narrativa de una historia. No sabía que la fiesta puede tener una temática diferente cada año. Que cada torta, aunque hecha con la misma receta, tendría otro sabor.
La misma caja que atesoraba los papeles guardaba un jabón de mi abuela con forma de campana. Cuando lo volví a encontrar, había perdido su olor. No sé cuál era la esencia, porque para mí era el olor de mi abuela. Tal vez si hoy tuviese los papeles de Bandana los usaría para algo, quién sabe. Tal vez aún siguen guardados en la misma caja porque aquel día no me animé a tirarlos, quién sabe. Tal vez lo único que nos queda es comprometernos con lo efímero.
Retratos de presencia en Kuala Lumpur
comí el mejor shawarma de mi vida
vi otra temporada de citas
escuché canciones que no conocía
olí muffins de chocolate
toqué una nueva crema con textura hermosa
aprendí que hacer deporte me hace sentir bien (já)
descubrí que el lugar que habíamos alquilado es más lindo de lo que pensaba
me inquieta lo rápido que pasó el tiempo
tengo que descansar un poco más
frase que tuve en la cabeza:
¿¿Cuánto frío tendré en diciembre??
✍🏽Diario moment
Elige 3 cosas efímeras que te den disfrute. Descríbelas. Te cuento mis favoritas:
Un rayo de sol que se cuela por la ventana
El viento de la moto en la cara
La hora después del atardecer cuando se encienden las luces de los edificios mientras llueve
🎭 Estos días, aprieta pero no ahorques (al tiempo, digo).
Un abrazo desde Kuala Lumpur,
Lindo texto 🤍 me encantó tu frase sobre el dejar de ser lo que se era para ser otra cosa ✨
Acabo de entrar a Substack y estoy leyendo esta entrada de tu diario de viaje... Muy evocador y emocionante. Ya te sigo.