#2 ¿A dónde van las memorias que se pierden?
Una carta para cuestionarnos solos y juntos.
No tengo memoria(s). Parece que el botón que activa la función <guardar recuerdos> está roto en mí. No sé quién fui, porque supongo que fui alguien, antes de los 14. Como podrás imaginarte, este es un tema recurrente con mi psicóloga: hasta hemos jugado a hacer una lista de recuerdos. Terminé en no más de 7 minutos. En 7 minutos puede resumirse, al menos, la mitad de mi vida. El sistema se repite de forma bastante sistemática: tengo más recuerdos de mi vida de ahora, de mi vida en Madrid, por ejemplo, pero tampoco abundan. Tal vez lo que sí aumentó significativamente es la identificación. Puedo no tener recuerdos, pero consigo cierto reconocimiento con los de los otros. En cambio, con los que pertenecen a edades menores a 14, vacío. Vacío.
El vacío es diferente a la falta: mientras que en la falta hay un hueco que se ocupó o ha de ocuparse con un algo, en el vacío lo que hay es... nada.
Y como en el vacío hay nada, difícil me es sentir algo en la nada. Es llamativo, pero cuando hablo de mis recuerdos, no consigo tenerlos ni sentir algo por su pérdida. Nada. Ni emociones agradables, ni desagradables, ni tristeza, ni agobio, ni angustia, ni frustración. Na-da. Hay cierta lógica: uno no extraña lo que no conoce.
De hecho, no hace mucho tiempo me di cuenta de que no tenía recuerdos, de que no tengo memoria (en uso). Cuando escucho a mis amigos hablar de sus recuerdos, cuando veo a mis sobrinos disfrutar de su infancia, la sensación que me invade es de otredad. No conozco lo que es la infancia, no encuentro nada en mí que de indicios de que yo estuve ahí. Pero lo cierto es que pude reconocer esto que me sucede gracias a D. Cuando vamos a la ciudad en donde creció, no podemos dar un paso sin que se le aparezca un recuerdo, un momento, una anécdota. Y es ahí, en el reflejo de la existencia de terceros, cuando podemos darnos cuenta de lo que no tenemos, lo que nos carece. En mi caso, los recuerdos.
Lo cierto es que, como dice Agos, no los tengo a mano, pero están. Debe ser precisamente por eso, por la falta de recuerdos concretos (más vividos), que tengo tantos déjà vu: hay cosas que viví, que no recuerdo, pero consigo sentir.
Los recuerdos que sí guardo (que no superan la decena) son memorias muy particulares: los café con leche y medialunas con mi abuelo, cuando jugamos a la papa con mi hermana un día (literal, mi recuerdo dice que eso fue un solo día) después de cenar, un día que se agarraron de los pelos en casa, y un día que me desperté temprano en la casa de una amiga y me aburría esperando a que mamá fuera a buscarme. Esto, según estuve investigando, responde a que el cerebro elige lo que se conoce como “eventos frontera” para dividir la vida en trozos más pequeños de temporalidad y almacenarlos a lo largo del tiempo. Resulta que, aparentemente, los eventos que más recordamos pueden no ser, precisamente, los más “significativos” para nosotros. Yo supongo, por ejemplo, que enterarme de que mis papás se iban a separar era importante para mí, o haberme tomado la comunión, qué se yo, pero no recuerdo nada, nada; y la razón de esto parece que es porque hay recuerdos que no se quedan en nosotros porque no nos impactaron en nuestros sentidos. No lo percibimos tanto, y las causas de esto ahora nos exceden. Así que sí, parece que el cerebro, con sus razones, se encula en recordar ciertas que cosas que, a día de hoy, no nos parecen importantes. Sin embargo, sí lo habrán sido para nuestra percepción o intelecto de ese entonces.
We only remember what was in some way meaningful to us, dice el artículo que leí al respecto. Entonces ¿qué?, ¿nada fue importante para mí a lo largo de 25 años? Supongo que sí, algo habrá tenido que haber. Las sensaciones que en algún lugar permanecen de mi infancia son, en su mayoría, lindos. Sin embargo, no están disponibles.
Yo tengo una teoría, propia y validada por nadie. El cerebro (y hablo del mío porque otro no tengo ni conozco) recuerda hechos en los que aprendí o entendí un escalón más de la vida. Tiene sentido. Déjenme explicar.
Siempre fui una persona a la que le costó -y cuesta- entender los códigos que parece todos comparten menos yo: hacer amigos en la infancia, la superficialidad de algunas relaciones, el arte de empezar a hablar con alguien que te gusta, los vínculos familiares. Suele haber una grieta entre lo que creo que la gente hace en esos momentos o se espera que suceda y mi lógica propia. Es, simplemente, una incapacidad de comprender lo que parece intrínseco a la sociedad y cultura. Y, casualmente, cuando me pongo a pensar en los ¿5,6,7? recuerdos que tengo, encuentro un hilo común: en todas las situaciones, por más pequeñas que sean, aprendí o entendí algo. Me volví un poco más adulta o más humana. No hay recuerdo de los que tengo en los que no encuentre este patrón. Se ve que, de alguna extraña forma, desde siempre ha sido importante para mí comprender ciertos sucesos o cuestionar lo que nos pasa todos los días.
Y frente al vacío que traen los recuerdos de otros, nace la pregunta: si la memoria forma nuestra identidad, y yo no tengo (casi) memoria: ¿cuál es mi identidad?, ¿quién soy?
La respuesta a esta pregunta es tan imposible como abrumadora, porque si no puedo resumir escribiendo una carta, menos podría hacerlo contestando a qué es lo que me conforma como persona, qué es lo que hago, lo que quiero y lo que considero importante.
¿Y vos? ¿Qué recuerdos sentís que realmente te pertenecen? ¿Cuáles te identifican? ¿Con cuáles te querés quedar?
Se dice que la base de nuestra identidad es la memoria, pero base no es construcción ni crecimiento. Es cimiento, inicio. ¿Las memorias que tengo bastarán para diagramar lo que soy más allá de los pilares?
Me queda la esperanza de saber que, si bien nuestros recuerdos son de las pocas cosas que realmente nos pertenecen (y ni tanto, cuando el cerebro puede hacer lo que quiera con ellos), no es lo único que nos hace ser quienes somos. Son los valores, y no nuestros recuerdos, exclusivamente, quienes determinan nuestra identidad.
Me queda la esperanza de que tal vez mi cerebro no está tan moldeado por memorias como los de otros, pero de que siempre habrá tiempo para crear nuevos recuerdos, nuevas historias alineadas con mi identidad, con lo verdaderamente importante para mí hoy.
Me queda la esperanza de estar convencida que no somos lo que pasó con nosotros o lo que hicimos años atrás, sino que nos estamos creando todo el tiempo con las acciones que tomamos y los caminamos que decidimos transitar.
Mi memoria en presente
Un olor: El del perfume de hombre que uso y descubrí que ya no se fabrica más.
Un podcast: La pertenencia de El otro lado, el podcast de Carla y Camila.
Un momento: Mirar el árbol frente a nuestra ventana todos los días de confinamiento por COVID.
Una canción: Groceries de Mallrat.
Un lugar: La mesa de los chicos.
Una palabra: De-con-struir
Una foto: D me sacó esta y le dije “podría ser perfectamente la cara que definiese mi lifestyle mood”. Un poco harta, un poco compasiva, un poco relajada, un poco estructurada.
La abuela sufre de Alzheimer.
Ha olvidado la temperatura exacta con que las
gallinas picotean el suelo,
el lugar en el que abandona de vez en cuando sus
recuerdos,
y el tiempo en el que el mundo acostumbra amanecer.
A veces, mis ojos tropiezan con ella en la madrugada,
me mira y reconoce la orfandad. No le importa.
A la abuela le gusta caminar de noche
y, mientras lo hace, deja tajos de luz
como si habitara poco a poco el cielo”. de Liberoamericanas