🪼 ¿Vives con miedo o tienes miedo a vivir?
·50· Cuando sobrevives, tu vida no es tuya: es de tus traumas
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🕢AHORA: En Ho Chi Minh I Tomando un Iced Coffee (sí, amo las bebidas frías) I En una cafetería refugiados del calor y caos vietnamita
Siempre fui una persona muy miedosa. De chica me daban miedo los gritos, las olas del mar, los perros dálmatas. Más adelante, los miedos se torcieron y empezaron a ser cada vez más extraños: que mi mamá no sepa donde estuviera, escuchar la llave en la puerta de casa (mi casa, la casa de alquiler, cualquier casa), volver a perder a mi amiga R., prender el fuego de la cocina con un encendedor, dormir con una almohada sin funda. Con el tiempo, la terapia y la escritura, entendí una sutil diferencia que dio un giro 180º a lo que yo creía: descubrí, sin querer, que vivir con miedo no es lo mismo que tener miedo a vivir.
Es un vendaje en los ojos por el que apenas pasa la luz. Es un reloj de muñeca con el sonido de un cucú. El miedo es engañoso, confuso, misterioso, agobiante. Las personas que vivimos durante años con su volumen al máximo lo conocemos bien. Porque no vivimos con él, sino a través de él. De repente, sin darte cuenta, toda tu vida existe filtrada y colorizada por esta idea constante de la muerte. Al fin y al cabo, el miedo es una sensación horrible de que algo está, de que estás, en peligro. Y las cosas, peligren o no, mueren todo el tiempo. Se levanta cuando ve que no podemos lidiar con ello.
El miedo te protege, dicen, pero nadie avisa que hay que tener cuidado, porque, si lo dejas crecer, el miedo se convierte en carcelero de su propio dueño.
La diferencia es sutil pero es claramente visible: en una versión existe el hacer, en la otra, la represión. No te sonará extraño encontrar algún recuerdo en tu memoria en el que sabes, exactamente, que dijiste que no, que corriste, que evitaste, porque el miedo fue gigante. El miedo fue la jaula, el candado, los barrotes. Pero, aunque lo primitivo se vista de seda, primitivo queda: es al rechazo, al ridículo, a la respuesta, a la ausencia. Es miedo al fin, y cuando pasa el umbral y deja de estar en su expresión natural, un aviso de posible peligro, empieza a ocuparlo todo. Se expande manchando donde toca de negro, de oscuro, de ansiedad. Y pasa que, una vez tiñe, no se desgasta. Por el contrario, el color se agudiza.
Vivir con miedo puede ser, para muchos, la antesala de tener miedo a vivir. Por norma general, todo aquel sujeto que se caracterice como ser animal o humano tiene miedo. Existen versiones más racionalizadas, como el miedo imaginario, y otras más primitivas, como el miedo a ser desplazado de una sociedad o a la falta de comida. Pero el miedo a vivir se apura y llega siempre primero: antes que la posibilidad, que la oportunidad, que la desidia, el fracaso o el olvido. Y resulta que dejamos de tener miedo a no ser perfectas, a equivocarnos, a empezar un nuevo emprendimiento o a decirle a nuestros viejos que nos vamos a vivir afuera. El miedo se adelanta y siempre, por las dudas, te dice que no. Porque a lo que temés ya no es al rechazo, a la vergüenza o al cambio. Tenés miedo a sentir dolor. Y como el dolor es una parte inexorable e inevitable de la experiencia humana, de caernos y rasparnos la rodilla, abrirnos la pera de un resbalón en la bañadera o después del primer desamor adolescente, la única ecuación posible para evitarlo es, directamente, dejar de vivir (y empezar a sobre-vivir).
No podés tener miedo a todo, me dijo D. un día, mientras yo llorisqueaba porque no quería subirme a un patinete eléctrico en Madrid a medianoche. El trámite era simple. Hacía frío, teníamos que subir una cuesta horrible y no quería arrastrarlo a mis incapacidades. Acepté. El viaje no duró más de 10 minutos, y aunque lo sufrí, el corazón también latía fuerte de éxtasis. Estaba disfrutando, incluso con miedo.
Descubrí, y no sin vergüenza y algo de culpa, que me había construido mi propia cárcel. Estaba encerrada en una isla a la que yo misma había dejado sin puerto. El relato que me había construido y empeñado sin querer en sostener afirmaba que yo era una persona con miedo, y la mente se ocupaba de hacer su trabajo: cada vez que una experiencia aparecía, léase empezar (finalmente!) mi emprendimiento, escribir y mostrarlo o hacer un deporte, avisaba y las alarmas se despertaban. Los muros invisibles de la isla crecían a metros por segundo. La historia que yo creía me decía que nada podía hacer. Podía intentar, claro, pero nunca conseguiría salir de allí.
Hasta que lo vi claro: hace tiempo había dejado de vivir con miedo. Lo mío era, pura y claramente, tener miedo a vivir, tener miedo al dolor, en cualquiera de sus formas, que es, en realidad, el miedo último. Es tierno: vivimos constantemente esquivando sentir dolor, como si eso nos matara, cuando, en realidad, nos hace estar más en la vida que nunca. Nos recuerda nuestra cualidad de humanos. Nos recuerda que el control es una ilusión porque hay cosas de las que no podemos escapar. Incluso creyendo que escapamos lo único que hacemos es que nos duela más no poder salir de ahí. Seguir con vida, pero seguir en nuestra cárcel.
Entendí, a fuerza de volver a la vida, a fuerza de reconocer que el miedo existía más en mi mente que en la vida real, que tener miedo a vivir es estar siempre en un quizás, en un tal vez, en un presente que vive de un futuro que nunca llega. Estar siempre entregando tu presente a lo que va a venir con la excusa de que aún no nos animamos es engañoso, porque bien sabemos, internamente, que hay una voz que siempre nos dice mañana, mañana. Y cuando vives así, sobreviviendo, resulta que tu vida ya no es tuya: es de tus traumas.
No es para desesperar ni arrepentirnos. Nos queda siempre, siempre, el consuelo de saber que hicimos lo mejor que pudimos con nuestros cuerpos y decisiones. Y es que, al final, reconocerlo, reconocer todo esto, ya es ganar. Recuperamos soberanía personal y masticamos estos logros como si fuesen caramelos que duran una vida.
Retratos de presencia en Ho Chi Minh
Algo que aprendí o descubrí: Pienso en la muerte, al menos, una vez al día.
Frase que tuve en la cabeza: Ya puedo vivir mi vida adulta con las cuenta saldadas.
Extracto de algo que leí: es, en realidad, un trocito de guión de Las chicas están bien:
“Esta va a ser la primera vez que me declaro a alguien. Y he pensado que no pasa nada, que me gustas. Y que me gustas, independientemente de que yo te guste a ti o no, ¿sabes? Que me gusta la idea de que existas en el mundo, que creo que con eso ya debería valer. Sí, o sea, me gustas como idea, me gustas como unidad. Y que no me vas a gustar menos si me rechazas, quiero decir, o sea, que me va a entristecer mucho, pero que eso a ti no te va a hacer peor. ¿Sabes? Y eso me gusta. Me gusta no depender de tu mirada, porque yo ya estoy un poco cansada de depender de la mirada de los demás y no me apetece más. Y mira, ahora que lo estoy pensando, es que va a ser mejor si no te gusto. Porque eso va a significar que el amor es completamente mío y no una respuesta a tu mirada. ¿Me explico? ¿Sabes qué pasa? Que durante mucho tiempo yo he preferido la literatura a la vida, la ficción a la vida, la fantasía a la vida. Y ahora ya no. Yo sé que en la fantasía soy buena, de verdad que soy muy buena, que yo corro en la dirección contraria a la realidad con una fuerza fascinante. Yo le huyo a la realidad como a la muerte. Pero mira, ahora quiero un amor real contigo. Si es que al final todo es muy sencillo… todo es muy sencillo”.
✍🏽Diario moment
Un ejercicio de Rupi Kaur: escribe durante 10 minutos con un temporizador, sin parar, a partir de esta frase: lo que más miedo me da que la gente sepa de mí es…
🎭 Esta semana, siéntete dueña de ti misma.
Un abrazo desde Vietnam
🏹Respóndeme, escríbeme, comparte tu pregunta anónima para responder juntas, cuando quieras, lo que quieras.