🧩 Unir las piezas de tu rompecabezas
Junio con J de Juntar nuestros pedacitos.
Soy la coach que trabaja con personas que llegan a ella sin promocionar sus servicios, soy la viajera que no hace rutas de destinos, soy la escritora sin ningún libro publicado, soy la traductora que no ejerce. Soy la que vivió en España, la que volvió 1 año a Argentina, la que no tiene casa, soy la hija única, soy la hermana, soy la tía. Soy mil personas que responden a ser Candelaria.
Soy la que estuvo de novia con mujeres, soy la que hace 2 años se enamoró de un noruego, soy la que se fue de Argentina y la que llora cuando vuelve a ver algo del Mundial, soy la que disfruta una copa de vino, soy la que sobrevive sin aprender a cocinar, soy la que tiene la espalda encorvada por pasar tanto tiempo en la computadora, soy la que ama estar en la naturaleza aunque tenga el termostato roto y tenga mucho frío o mucho calor, soy la que sueña con detener el tiempo para que sus sobrinos no crezcan mientras ella no esté, soy la que vive a 29 horas de distancia de la familia y soy la que cada domingo desearía comprarse una docena de facturas, preparar el mate y ponerse a ver la carrera con papá o pasar por lo de la abuela a conversar.
En España fui la hormiga, la que llegó a un grupo de amigos que se convirtió en lo que siempre había soñado, la que conoció la ciudad cuando estaba llena, la que la supo amar aún más cuando no había nadie, la que supo, también, reconocer cuándo era el momento de irse. Y se fue.
En Argentina fui la que volvió sin respuestas, la que nunca tiene respuestas, la que se debatía entre quedarse en casa con el gato o ver a las personas que más quiere, la que siempre se hacía un lugar para tomar mate con su prima, la que piensa que esa misma prima es de sus personas favoritas del mundo. En Argentina fui la que fue madre de su padre cuando lo operaron de urgencia, fui la única hija y también la única madre, fui la que recién llegó y la que siempre se está yendo, fui la que aprendió a vivir pagando el precio de la pérdida.
En Bangkok fui la que amó vivir en una ciudad grande y tener el bullicio constante. En Chiang Mai fui la que se relajó y dejó que nada saliera como esperaba, la que encontró en una noche de peleas de Muay Thai la mayor diversión. En Singapur fui la que dejó de contar números por un rato y se dedicó a mirar para arriba y aprender a cuidar. En Koh Lanta estoy siendo una persona que vive con arena en todos lados, las uñas desparejas y con la sensación de mar constante (lo tenemos al ladito).
No sé quién voy a ser durante los próximos meses en Melbourne, en el pueblo al que vamos y no me sé el nombre, en Tasmania, en Penang, en George Town, en Kuala Lumpur, en Malasia en general, en Corea.
Nunca sé quién voy a ser y eso terminó siendo parte de lo que soy: el cambio constante, la imprecisión, la incertidumbre. Las personas que están cerca mío, mis personas, terminaron por aceptar y querer incluso eso que yo, de tanto en tanto, sigo rechazando: tengo mil formas de existir en este mundo y no consigo, aunque tampoco parezco querer, cerrarme solo a una.
Como una predicción, y hasta a veces un castigo por pertenecer a las nuevas generaciones, me paseo por todo el salón de baile sin terminar de elegir nunca a mi compañero oficial. Le doy la mano a uno, coqueteamos, damos unos pasos y salgo a buscar uno nuevo. Tal vez el origen de mi desdoblamiento esté en que ni siquiera puedo decir orgullosamente que soy millennial o no, porque nadie se pone de acuerdo en el año en que empieza la generación Z. Y, para colmo, tengo más gustos, intereses y frases icónicas dignas de mi tía de 55 más que de cualquier colega de mi edad.
Escribo sobre esto porque sé que no estoy sola, y sé que no soy la única que siente que, por momentos, lo único que sabe de sí misma es su nombre. Sé que no estoy sola porque ustedes me contaron que también se debaten entre identificarse con la profesión, con los estudios; sé que, ustedes, al igual que yo, se sienten fragmentadas, buscando la forma de ser completas, de que todo lo que somos encaje, de alguna manera, en algún lugar, palabra, idea, persona.
Y, sin embargo, hay muchos más humanos ahí afuera sintiendo parecido:
Podemos echarle la culpa a las redes, pero también podemos decir que, gracias a ellas, hemos tenido la puerta de acceso a infinitas posibilidades. Son las dos caras de la misma moneda: mientras nos deprimimos por compararnos con cuerpos imposibles de alcanzar, nos endeudamos por comprar todas los productos virales de TikTok y nos categorizamos por las historias de personas que no conocemos creyendo que eso es la vida real, nos encontramos personas que nos crecen, que nos acompañan, que nos inspiran.
Todavía me acuerdo de la primera vez que tuve que sentarme a pensar qué era lo que quería ser cuando grande. Mamá me decía que estudiara Psicología, papá Contabilidad. Como pasaba el tiempo y yo no me decidía, un día mamá me acompañó a una exposición de universidades. Ahí me compré un libro, el famoso libro de las carreras, y empecé a leer y descartar posibilidades. Empecé así, por descarte, porque si empezaba por lo que me gustaba, iba a terminar con más posibilidades dentro que fuera. Abogacía, descartado. Ingenierías, descartadas. Medicina, afuera. Dentro de la primera selección había carreras que abarcaban desde diseño hasta psicomotricidad, filosofía, sociología, química, física, letras y arquitectura. Me acuerdo del momento exacto en el que pasaba las hojas del cuaderno y estaba prácticamente todo resaltado con amarillo flúo: no había vida posible que no me pareciera interesante. También me acuerdo de la sección “grados menores”, ahí donde estaban las formaciones menos preciadas (así, separado), porque no entraban en el cupo de título universitario. El muestrario era tanto, y, sin embargo, era nada.
Como una aplicación que se abre en nuestro celular, la vida se abrió a medida que nosotros crecimos, y las posibilidades empezaron a ser tantas como las que fuéramos capaces de imaginar. Hace tiempo las opciones dejaron de limitarse a seguir la empresa familiar, ser médico o abogado. Muchas personas de la generación de nuestros padres se quejan de que antes no había posibilidades. Ahora las hay ad infinitum, e igual nos quejamos.
¿Qué puedes ser? Lo que quieras
¿Dónde puedes vivir? Donde quieras
¿Cuánta pasta puedes hacer? La que quieras
Tantas opciones, tantos caminos posibles, tantas ideas, tantas propuestas, que, ahora, lo que más nos cuesta parece ser conectar con el deseo. Darle un lugar y aceptarlo puede implicar renunciar a la identificación con un título universitario para habilitar la identidad multipotencial y multifacética que nos compone.
Hace ya varios años mi vida se puede dividir por etapas: la etapa de estudiante, la etapa de vivir en Madrid, la etapa de hacer yoga, la de estar en pareja con X. Y, si vamos más atrás, puedo nombrar la etapa de ser flogger (humanos del extranjero, no lo entenderían), la etapa de ser villero, la etapa de ser lectora y la de ser rebelde. Sin embargo, no importa el nombre porque, en retrospectiva, desde 2016, 2017, las preguntas siempre son las mismas: dónde vivís, de qué estás trabajando, para qué hago los cursos que hago, si tengo suficiente plata.
No soy mi trabajo ni mi título. Soy lo que miro, soy lo que se lleva mi atención, soy mis valores, soy mis deseos, soy mis decisiones. Soy más que lo que se puede encerrar en una etiqueta para darme de alta como autónomo. Fundamentalmente, soy un ser humano, por lo cual estoy VIVO, y cambio, muero, muto, me transformo… todo el tiempo.
Mientras voy viviendo y cambiando de etapas, cambiando de interrogantes (pero siempre con alguno en mi cabeza), me acerco cada vez más a la idea de que no somos nosotros quienes estamos insatisfechos con la falta de etiquetas, sino que son ellos, los de afuera (yo sé que, en este momento, estás pensando en alguien en especial), los que nos presionan con miradas, preguntas, comentarios, a sentir esa culpa. A veces me da la sensación de que parece que las personas que cambiamos de ideas, de trabajos, de casas, estamos, como decimos en Argentina, boludeando, lo que Google nos define como perder el tiempo y no hacer nada provechoso, especialmente cuando se descuidan las obligaciones.
De todas las preguntas que suelo escuchar, la que más, más me molesta es la que empieza con ahora. Y AHORA ¿que estás haciendo? Esa palabrita que, dicha con un tono un tanto sobrado, despectivo, hasta humillante, hace de recordatorio negativo del cambio. Para vengarme, para vengarme y reivindicar mis decisiones, empiezo las respuestas con la misma palabra, cambiando el tono, como un recordatorio positivo de la POSIBILIDAD.
Otras voces
Hoy viene Sharon, fundadora de Persigo la magia y Coach especializada en procesos creativos y personas multipotenciales, a regalarnos algo de su sabiduría:
Caja de herramientas para dar rienda suelta a todo lo que somos
Un perfil: el de Judith Tiral, una persona que se define a sí misma por la no definición.
Un podcast: Este episodio de Building ourselves, de Sharon.
Una película: Elizabethtown
Un proyecto: Deep dark fears, un resultado posible de la intersección entre los miedos, el dibujo y el humor.
Una de las tantas llaves posibles
Aprovechando la invitada de esta edición, les comparto una pregunta que, de tan simple, tiene la capacidad de transformar cómo nos miramos y, sobre todo, cómo encaramos nuestras búsquedas. No importa lo que hagas, lo que elijas, lo que estudies, lo que creas que querés.
¿Cómo te querés sentir?
Actitud para desplegar tus versiones todas
Vivamos este mes con la liviandad de recordar que la vida son dos días.