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🕢AHORA: En Mui Ne I Tomando un Iced Tea I Escuchando audios de amigos
Cuando era chica era una niña perfecta. Me portaba estúpidamente bien. Era tan tranquila que le preguntaban a mi mamá si su hija era autista. Le pedía permiso hasta para ir al baño. En la escuela era la alumna más buena, más educada, más obediente y hasta la mejor peinada. Si cierro los ojos puedo sentir el cepillo estirando mis rulos al máximo para que la colita quedara lo más alta y perfecta posible. Ese dolor indescriptible del cuero cabelludo que indica que estás siendo cuidada, que alguien está velando por vos. Cuando llegué a primer o segundo grado, no recuerdo exactamente, tuve que aprender a escribir en cursiva. Ahí estaba mamá también, después de sus horas de trabajo, practicando caligrafía conmigo. Supe tener una letra perfecta, envidiable. Me iba excelente en todas las asignaturas posibles, incluso en las que no me gustaban. Y cada vez que llevaba a casa un examen 7, 8 o incluso 9.50, recibía sus felicitaciones, pero también el recordatorio de que esa nota podría haber sido un 10.
Más de una vez alguien te habrá dicho “no es lo que quise decir” porque sus palabras llegaron a puerto de forma equivocada. Incluso puede que esa persona que tenía unas intenciones que se truncaron eras vos. La realidad es que las intenciones no aseguran efectividad y no siempre el mensaje llega a destino con el propósito. Mamá intentaba decirme que yo era una persona muy capaz y que podría conseguir cualquiera 10 que quisiera. Yo interpreté, inconscientemente, como todo cuando somos chicos, que cuando llevaba una nota por debajo de 10 a casa, no era suficiente. Yo no era suficiente.
Empecé a formar parte del poco prestigioso y competitivo grupo de las personas que caen en el mito de la perfección. Trabaja puertas adentro para mejorar ese 7, para llegar al 10. Cuando lo consigas, salís. Fácil, ¿no? Sucede que la vida no es ni de cerca tan cuantificable como los exámenes de aprender a dividir o el uso de sustantivos y adjetivos. La vida es, por el contrario, lo menos cuantificable que existe: inabarcable, inextensible.
Cuando tenía 18 años empecé mi primera carrera universitaria y ese mismo año la dejé. Ya cargaba con el peso de no saber exactamente que quería. No tenía ese 10 en certezas sobre mi futuro estudiantil, por lo que tuve que esconder ese 6 mediocre, ese neutro. Elegí por descarte, pasé el ingreso con creces, empecé y, en el segundo cuatrimestre, entendí que ese no era mi lugar. Empecé, por primera vez, a visualizar mi vida en el mundo adulto, es decir, yo habitando un mundo de trabajo formal (porque informal ya abundaba), teniendo todas las responsabilidades que tenía mi mamá y llevándolas a cabo exitosamente. Mi mamá no es perfecta y en ese entonces tampoco lo era, pero con su ejemplo me enseñó que puedo intentar negociar ser un 10 a mi manera.
El mito de la perfección siguió presionándome el pecho cuando decidí empezar un emprendimiento de lo que realmente me gustaba, mientras, en paralelo, tenía el que me daba de comer. En 2018 me llegó el nombre y no hice nada más que ponérselo a mi Instagram, en 2019 di mis primeros pasos, en 2020 abandoné, en 2021 volví por apenas 2 meses, en 2022 me hice cargo y en 2023 tuve que dejarlo morir. A veces me pregunto qué habría pasado si hubiese sido más valiente, pero sé que fui todo lo valiente que pude ser en ese momento. El mito de la perfección me seguía tirando hacia abajo, incluso a miles de kilómetros de distancia de mamá, a miles de kilómetros del aire que yo señalaba como culpable.
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